Buen día:
Navegando en internet encontré este interesante artículo escrito por un docente universitario de manera especial para el periódico el tiempo.
Razones
de un profesor para renunciar porque alumnos no escriben bien
Camilo Jiménez, periodista y profesor de Comunicación Social de la
Javeriana, renunció a su cátedra.
Un
párrafo sin errores. No se trataba de resolver un acertijo, de componer una
pieza que pudiera pasar por literaria o de encontrar razones para defender un
argumento resbaloso. No. Se trataba de condensar un texto de mayor extensión,
es decir, un resumen, un resumen de un párrafo, en el que cada frase dijera
algo significativo sobre el texto original, en el que se atendieran los más
básicos mandatos del lenguaje escrito -ortografía, sintaxis- y se cuidaran las
mínimas normas: claridad, economía, pertinencia. Si tenía ritmo y originalidad,
mejor, pero no era una condición. Era solo componer un resumen de un párrafo
sin errores vistosos. Y no pudieron.
No
voy a generalizar. De 30, tres se acercaron y dos más hicieron su mejor
esfuerzo. Veinticinco muchachos en sus 20 años no pudieron, en cuatro meses,
escribir el resumen de una obra en un párrafo atildado, entregarlo en el plazo
pactado y usar un número de palabras limitado, que varió de un ejercicio a
otro. Estudiantes de Comunicación Social entre su tercer y su octavo semestre,
que estudiaron doce años en colegios privados. Es probable que entre cinco y
diez de ellos hubieran ido de intercambio a otro país, y que otros más
conocieran una cultura distinta a la suya en algún viaje de vacaciones con la
familia. Son hijos de ejecutivos que están por los 40 y los 50, que tienen
buenos trabajos, educación universitaria. Muchos, posgraduados. En casa siempre
hubo un computador; puedo apostar a que al menos 20 de esos estudiantes tiene
banda ancha, y que la tele de casa pasa encendida más tiempo en canales por
cable que en señal abierta. Tomaron más Milo que aguadepanela, comieron más
lomo y ensalada que arroz con huevo. Ustedes saben a qué me refiero.
Por
supuesto que he considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he
sintonizado con los tiempos que corren. Mis clases no tienen presentaciones de
Power Point ni películas; a lo más, vemos una o dos en todo el semestre. Quizá,
ya no es una manera válida saber qué es una crónica leyendo crónicas, y debo
más bien proyectarles una presentación con frases en mayúsculas que indiquen
qué es una crónica y en cuántas partes se divide. Mostrarles la película Capote
en lugar de hacer que lean A sangre fría. Quizá, no debí insistir tanto en la
brevedad, en la economía, en la puntualidad. No pedirles un escrito de cien
palabras, sino de tres cuartillas, mínimo. Que lo entregaran el lunes, o el
miércoles.
De
esas limitaciones y dubitaciones, quizá, vengan las pocas y tibias preguntas de
mis estudiantes este último semestre, sus silencios, su absoluta ausencia de
curiosidad y de crítica. De ahí, quizá, vengan sus párrafos aguados, con
errores e imprecisiones, inútilmente enrevesados, con frases cojas,
desgreñadas. Esos párrafos vacilantes, grises, que me entregaron durante todo el
semestre. Pareciera que estoy describiendo a un grupo de zombis. Quizá, eso es
lo que son. Los párrafos, quiero decir.
El
curso se llama Evaluación de Textos de No Ficción y pertenece a la línea de
Producción Editorial y Multimedial de la carrera de Comunicación Social de la
Universidad Javeriana. En cuanto a lecturas, siempre propuse piezas ejemplares
en los géneros más notorios de la no ficción: crónica, perfil, ensayo, memorias
y testimonios. A partir de clásicos nacionales y extranjeros, los estudiantes
componían escritos como los que debe elaborar un editor durante su ejercicio
profesional. Primero, un resumen: todos los textos de los editores son breves,
o deberían serlo -contracubiertas, textos de catálogo, solapas, etcétera-. Una
vez que la mayoría hubiera conseguido un resumen pertinente y económico,
pasábamos a escritos más complejos: notas de prensa y contracubiertas, para
terminar con un informe editorial o una reseña.
En
el centro de todo el programa estaban la participación y la escritura de textos
breves a partir de otro texto mayor. Insistí siempre en la participación en
clase para fomentar actividades que noto algo empañadas en la actualidad: la
escucha atenta, la elaboración de razones y argumentos, oír lo que uno mismo
dice y lo que dice el otro en una conversación.
El
otro concepto transversal, la economía lingüística, buscaba mostrarles la
importancia de honrar la prosa. Si uno en 100 palabras debe sintetizar un libro
de 200 páginas, debe cuidar cada palabra, cada frase, cada giro. En últimas, la
palabra escrita les dará de comer a estos estudiantes cuando sean
profesionales, no importa si se desempeñan como editores de libros, revistas o
páginas web, como periodistas o como profesores e investigadores.
Los
estudiantes de este último semestre, y los de dos o tres anteriores, nunca
pudieron pasar del resumen. No siempre fue así. Desde que empecé mi cátedra, en
el 2002, los estudiantes tenían problemas para lograr una síntesis bien hecha,
y en su elaboración nos tomábamos un buen tiempo. Pero se lograba avanzar. Lo
que siento de tres o cuatro semestres para acá es más apatía y menos
curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía.
Menos desconfianza. Menos ironía y espíritu crítico.
Debe
ser que no advertí cuándo la atención de mis estudiantes pasó de lo
trascendente a lo insignificante. El estado de Facebook. "Esos gorditos de
más". El mensaje en el Blackberry.
Nunca
he sido mamerto ni amargado ni ñoño: a los 20 años, fumaba marihuana como un
rastafari y me descerebraba con alcohol cada que podía al lado de mis cuates.
Quería ver tetas, e hice cosas de las que ahora no me enorgullezco por
tocarlas. Empeñé mucho, mucho tiempo en eso. Pero leía.
No
sé. En esos tiempos lo importante, creo, era discutir, especular, quedar picados
para buscar después el dato inútil. Interesaba eso: buscar. Estoy por pensar
que la curiosidad se esfumó de estos veinteañeros alumnos míos desde el momento
en que todo lo comenzó a contestar ya, ahora mismo, el doctor Google.
Es
cándido echarle la culpa a la televisión, a Internet, al Nintendo, a los
teléfonos inteligentes. A los colegios, que se afanan en el bilingüismo, sin
alcanzar un conocimiento básico de la propia lengua. A los padres que querían
que sus hijos estuvieran seguros, bien entretenidos en sus casas. Es cándido
culpar al "sistema". Pero algo está pasando en la educación básica,
algo está pasando en las casas de quienes ahora están por los 20 años o menos.
Mi
sobrino le dice a su madre, mi hermana, que él sí lee mucho, en Internet. Lo
que debe preguntarse es cómo se lee en Internet. Lo que he visto es que se lee
en medio del parloteo de las ventanas abiertas del chat, mientras se va
cargando un video en Youtube, siguiendo vínculos. Lo que han perdido los
nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de
silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las
preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la
introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.
Dejo
la cátedra porque no me pude comunicar con los nativos digitales. No entiendo
sus nuevos intereses, no encontré la manera de mostrarles lo que considero
esencial en este hermoso oficio de la edición. Quizá la lectura sea ahora salir
al mar de Internet a pescar fragmentos, citas y vínculos. Y en consecuencia, la
escritura esté mudando a esas frases sueltas, grises, sin vida, siempre con
errores. Por eso, los nuevos párrafos que se están escribiendo parecen zombis.
Ya veremos qué pasa dentro de unos pocos años, cuando estos veinteañeros de
ahora tengan 30 y estén trabajando en editoriales, en portales y revistas. Por
ahora, para mí, ha llegado el momento de retirarme. Al tiempo que sigo con mis
cosas, voy a pensar en este asunto, a mirarlo con detenimiento. Pongo el punto
final a esta carta de renuncia con un nudo en la garganta.
Camilo
Jiménez
Especial
para EL TIEMPO